La medicina de la verdad

Estos días de la pandemia nos han llevado a vivir en cuarentena. Muchos hemos buscado dar tiempo a actividades que antes no podíamos realizar. Pienso que el espíritu de aprovechar el tiempo es positivo y deberíamos alentarlo.

Sin embargo no perdamos de vista que la lucha personal por no sucumbir al aburrimiento dentro de casa, o de soportar con paciencia los defectos de quienes viven con nosotros, fuera de casa tiene un correlativo muy duro. Hay  otros que también están luchando y con situaciones dramáticas. Hay muchos enfermos, muchas familias de duelo, muchos sin trabajo, muchos sin estudios, muchos sin compañía. Y en el “muchos” se resumen tantos nombres, tantos rostros. No perdamos de vista que estamos luchando por salir adelante, por vivir bien en una nueva realidad.

Hay quienes anhelan volver a la normalidad, pero debemos aceptar que nuestra antigua “normalidad” estaba enferma y ya estamos en un nuevo contexto. Por eso muchas cosas a las que les dábamos importancia antes, hoy las debemos posponer por otras más urgentes. Y esta necesaria recomposición de prioridades es posible con una condición: reconocerla como tal, aceptarla en verdad. Reconocer la verdad forme parte de una necesidad, sin la que no podremos vivir en el nuevo mundo de la Pandemia.

Antes, la construcción de apariencias constituía el delirio de moda. Redes sociales, filtros de colores, perfiles matizados, todo ello para conformarnos con “cosas bambas”, que nos hacían sentir mejor, ser aceptados por la “normalidad” y con aquello nos bastaba. Hoy, sin embargo, reconocer errores pasados, falsas ilusiones, comprobar que no somos aún tan buenos como quisiéramos es condición para salir adelante con la lección aprendida.

Ahora bien, abramos los ojos, si algo estorba hoy más que nunca son las ideologías, las lecturas parciales de la realidad. El antiguo decir relativista de “todas las verdades son válidas”, o “cada quien tiene su verdad”, hoy resulta insuficiente frente a una verdad que el Papa Francisco nos recordó ayer en la fiesta de la Misericordia: “todos somos frágiles, iguales y valiosos”. No hay perfectos y desechables, no existen los inmaculados y los innecesarios. La humanidad no se divide en víctimas y victimarios. Frente al coronavirus, la muerte, o en positivo, frente a la vida humana, todos necesitamos misericordia, todos podemos dar misericordia.

Pueden ensayarse muchas teorías sobre qué hacer para salir adelante en la Pandemia que nos toca vivir en el presente 2020, pero toda teoría válida pasa necesariamente por aceptar la realidad con todas sus consecuencias. Negarse a ello, o hacer una lectura parcial de derechas o de izquierdas, resulta siempre un auténtico fiasco. De allí que quisiera resaltar algunas verdades.

Una primera verdad ineludible es que nadie se salva solo. En casa debemos apoyarnos unos a otros, colaborar con la limpieza en general, restringir las salidas a las menos posibles, y tener especial cuidado con los abuelos, quienes son los más susceptibles en la enfermedad. No se trata de renegar diciendo ¿por qué yo? Si todos colaboramos, la convivencia pasará de difícil, a llevadera y finalmente a maravillosa. Lo humano es maravilloso. ¿Lo crees? Quizás aún no lo descubres, pero realmente lo es.

Otra verdad es que el gobierno no reemplaza nuestra responsabilidad de cuidar la propia salud. Hay medidas estatales, pero siempre son perfectibles a la vez de insuficientes. Mal asunto si defendemos la autoridad civil como incuestionable; eso es ingenuo y hasta cobarde. Mal asunto también si burlamos a la autoridad con descaro y sin vergüenza; eso imprudente y hasta irresponsable. El gobierno hace lo que puede, y le ayudamos con nuestras críticas constructivas y con nuestro apoyo ciudadano, sin olvidar que nadie reemplaza nuestras decisiones libres en favor del bien personal, familiar y social; estas decisiones son nuestra responsabilidad. Hay un dicho: cuídate que yo te cuidaré. Pongamos más énfasis en lo que nos toca hacer. Buscar culpables constantemente es un ejercicio poco saludable, casi tóxico.

Finalmente, también es verdad que el mal del cuerpo, la enfermedad, no es el único peligro de nuestros tiempos. La desesperación y la incertidumbre, el egoísmo y la autosuficiencia, y para nosotros los creyentes el pecado y la impiedad, son males espirituales igual de nocivos y trágicos para nuestra vida. Ignorarlos, conscientemente, es cerrarnos a una evidencia que nos impacta en la cara cada que vez que reflexionamos antes de dormir y pensamos en lo que hicimos en el día y lo que haremos al despertar el día siguiente. ¡Terrible! No siempre nos respondemos con serenidad. Esas necesidades espirituales merecen también nuestra atención.

Hoy más que nunca, para salir adelante en la pandemia, dejemos las apariencias y el cálculo por lo mediáticamente correcto. Reconozcamos las verdades de nuestra vida, la realidad de nuestra existencia personal y comunitaria; solo así ganaremos la lucha por vivir con ilusión y esperanza, con la bandera de la verdad. Autoengañarnos es adormecernos. Decir la verdad es despertar. Buscar la verdad es la medicina para levantarse bien cada día. Ese es nuestro reto. Y está a nuestro alcance.

Ánimo. Bendiciones.

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